EL OFICIO DE FOTOGRAFO.



Siempre me ha gustado ojear y revolver entre las páginas de esos viejos álbumes de fotos  impregnados del típico olor de humedad y nostalgia  del pasado en el que nos descubrimos, más bien nos adivinamos entre fotografías y fotografías en blanco y negro que empiezan a amarillear por las esquinas mientras lentamente se va difuminando hasta prácticamente borrarse y desaparecer del papel esas imágenes olvidadas de lo que fuimos, de los que se fueron, de tantos y tantos que ni siquiera llegamos a conocer, pero que como nosotros también, nacieron, crecieron, se reprodujeron y murieron un día, cumpliendo con  eso que dicen que es el ciclo de la vida.


Imaginar y fantasear inventando vidas, y sueños, poniendo nombres y lugares, adivinando espacios y tiempo, jugando a ser Dios con el pasado que de momento permanece impreso allí, atrapado en una foto con los bordes dentados y papel duro de cartulina que poco a poco todos hemos ido dejando de lado y cubriendo de polvo y olvido. 




 Desgraciadamente o tal vez por fortuna, hoy en día las modernas cámaras digitales ya no usan aquellos carretes que tenías que cargar prácticamente a oscuras para que no se velara, y nuestras fotos tampoco, salvo excepciones, se pasan al papel, por lo que  estos añejos álbumes fotográficos han sido arrinconados y sustituidos por extrañas memorias digitales, tarjetas de no sé cuantos gigas y megas que nadie sabe que son, y se almacén en discos duros de intrincados sistemas informáticos incomprensibles para una mente de letras, y no de ciencias como es la mía, mentes que lamentablemente no hemos evolucionado al ritmo de los tiempos y sobre la que sigue pesando como una losa de mármol de cualquier tumba de cualquier cementerio la nostalgia, y el recuerdo gris de sus comienzos que de tanto en tanto nos asalta dejándonos, como si de molestos mosquitos de verano se tratara, su pequeña huella en forma de comezón o sarpullido, que acabamos por aliviar aplicándonos alguna de esas cremas anti estamínica de botica.


Sé que nací un cierto día de Octubre, de hace ya demasiado tiempo que ni me acuerdo, y salí de entre las piernas de mi madre, abandonando la cálida placidez de su vientre  al olor del salitre y el pescadito frito de la bahía de Cádiz, radiante de luz  y mar.

Mi infancia de la que apenas guardo dos o tres intensos y hermosos recuerdos, se diluyó entre los patios del barrio de los naranjos, la Mezquita junto al Guadalquivir de Córdoba, y desde luego y para siempre se fue diluyendo como un azucarillo en una taza de café caliente, dejándome un regusto amargo y agridulce que el tiempo ha ido suavizando, de borrosas imágenes casi olvidadas de juegos en los jardines del Triunfo, de guantes con agujeros y orejas preñadas de sabañones en el invierno, pantalón corto y zapatos gorilas con que pisar el barro y los  charcos del campo de tierra donde una jauría de chavales jugábamos a la pelota, en el colegio de los Salesianos, con aquellos curitas de sotana arremangada.

Me recuerdo con mi primera cámara de fotos, regalo de cumpleaños, de mi padre, una pequeña caja de pasta de forma cuadrada; Kodak instamatic, de película en blanco y negro de carrete con la que recorría la ribera del Darro, el Albaicín de los gitanos, la Alhambra mora, fotografiando aquellos balcones de rejas de hierro forjado, fundido en negro, con mantones de manila de colores y geranios, miles de macetas con geranios.
Curiosamente, de aquellos primeros años y de mis principios fotográficos no ha quedado nada, salvo mi memoria despejada y la imagen de un niño de pelo rizado, y orejas de soplillo con unas enormes ganas de vivir, cargado de sueños y deseos, y sobre todo de esa curiosidad vital que te da animo y valor para todo, hasta para adentrarte en aquellas callejuelas sucias, impregnadas de vida y de orines de gato por las que en aquel entonces se enseñaba la vida en cada esquina, y sus misterios escondidos tras cada puerta de par en par abierta al que llegara, y mirara desde afuera sin codicia, mientras sonaban las cuerdas de  una guitarra y la voz dulce de una niña.
A pesar de todo, contra todo y sobre todo contra mí mismo, sigo haciendo fotos, en ocasiones con  lujuria y con la avaricia del que quiere robarle el tiempo al tiempo,  buscando el instante preciso, la mirada clara, el gesto suave, la sorpresa, la alegría, la tristeza de la vida, intentando sin conseguirlo;" la foto perfecta",  porque quien sabe si habrá ocasión para repetirla y volver a intentarlo.
Ángel Utrera


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