EL OFICIO DE FOTOGRAFO.
Desgraciadamente o tal vez por fortuna, hoy en día las modernas cámaras digitales ya no usan aquellos carretes que tenías que cargar prácticamente a oscuras para que no se velara, y nuestras fotos tampoco, salvo excepciones, se pasan al papel, por lo que estos añejos álbumes fotográficos han sido arrinconados y sustituidos por extrañas memorias digitales, tarjetas de no sé cuantos gigas y megas que nadie sabe que son, y se almacén en discos duros de intrincados sistemas informáticos incomprensibles para una mente de letras, y no de ciencias como es la mía, mentes que lamentablemente no hemos evolucionado al ritmo de los tiempos y sobre la que sigue pesando como una losa de mármol de cualquier tumba de cualquier cementerio la nostalgia, y el recuerdo gris de sus comienzos que de tanto en tanto nos asalta dejándonos, como si de molestos mosquitos de verano se tratara, su pequeña huella en forma de comezón o sarpullido, que acabamos por aliviar aplicándonos alguna de esas cremas anti estamínica de botica.
Mi infancia de la que apenas guardo
dos o tres intensos y hermosos recuerdos, se diluyó entre los patios del barrio
de los naranjos, la Mezquita junto al Guadalquivir de Córdoba, y desde luego y
para siempre se fue diluyendo como un azucarillo en una taza de café caliente, dejándome
un regusto amargo y agridulce que el tiempo ha ido suavizando, de borrosas imágenes
casi olvidadas de juegos en los jardines del Triunfo, de guantes con agujeros y
orejas preñadas de sabañones en el invierno, pantalón corto y zapatos gorilas
con que pisar el barro y los charcos del
campo de tierra donde una jauría de chavales jugábamos a la pelota, en el
colegio de los Salesianos, con aquellos curitas de sotana arremangada.
Me recuerdo con mi primera cámara
de fotos, regalo de cumpleaños, de mi padre, una pequeña caja de pasta de forma
cuadrada; Kodak instamatic, de película en blanco y negro de carrete con la que
recorría la ribera del Darro, el Albaicín de los gitanos, la Alhambra mora,
fotografiando aquellos balcones de rejas de hierro forjado, fundido en negro,
con mantones de manila de colores y geranios, miles de macetas con geranios.
Curiosamente, de aquellos
primeros años y de mis principios fotográficos no ha quedado nada, salvo mi
memoria despejada y la imagen de un niño de pelo rizado, y orejas de soplillo
con unas enormes ganas de vivir, cargado de sueños y deseos, y sobre todo de
esa curiosidad vital que te da animo y valor para todo, hasta para adentrarte
en aquellas callejuelas sucias, impregnadas de vida y de orines de gato por las
que en aquel entonces se enseñaba la vida en cada esquina, y sus misterios
escondidos tras cada puerta de par en par abierta al que llegara, y mirara
desde afuera sin codicia, mientras sonaban las cuerdas de una guitarra y la voz dulce de una niña.
A pesar de todo, contra todo y
sobre todo contra mí mismo, sigo haciendo fotos, en ocasiones con lujuria y con la avaricia del que quiere
robarle el tiempo al tiempo, buscando el
instante preciso, la mirada clara, el gesto suave, la sorpresa, la alegría, la
tristeza de la vida, intentando sin conseguirlo;" la foto
perfecta", porque quien sabe si
habrá ocasión para repetirla y volver a intentarlo.
Ángel Utrera
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