Conocí a un extraño hombre, que se había pasado la vida escondida bajo un sombrero de fieltro verde.
Aquel hombre presumía modestamente de no tener nada, por no tener, decía entre risas grotescas escapadas de su garganta con aquella voz aguardentosa que se gastaba, que ni siquiera tenía sombra y en su vagabundear por las empedradas calles de nuestra ciudad su única compañía era el silencio.
Soy como el hombre de agua, me repetía una y otra vez cuando quedabamos para tomar un vaso. El de aguardiente barato, la única bebida a la que decía era inmune porque estaba vacunado.
Era mitad pasado, mitad futuro sin presente. Y su único deseo era despertar cada mañana y recorrer invisible para los demás escondido en su gris pastoso y apagado ceniza, las esquinas, los callejones, las plazuelas insignificantes mirándolo todo con aquellos ojos tristemente acuosos, siempre derramados y abiertos de par en par, sin parpadeo.
Conocí a este hombre sin voz, que gustaba de guardar palabras que escribía con un lápiz casi gastado, en sucios papeles que recortaba de hojas y periódicos que rebuscaba en los cubos de basura.
Aquel hombre sin reloj ni tiempo, vivía enfundado en una gabardina de tres cuartos que sin duda había visto tiempos mejores, y que rescató de un contenedor de ropa usada, tan gastada y sucia como sus confusos pensamientos.
Aquel hombre amaba la soledad del silencio y los sonidos del viento. La oscuridad de la noche y el compás triste de las campanas de la iglesia llamando a los muertos a la paz del cementerio.
Ahora que ya no está lo sigo echando de menos a este hombre de agua, porque ahora entiendo que era incoloro, inodoro e insipido, o peor aún, quien sabe si no era:
Invisible, translucido y transparente hombre de agua.
No se por cuanto tiempo más, pero todavía de vez en cuando cuando tengo valor para buscarlo, nos sentamos a hablar de nuestras cosas mirandonos a los ojos, mientras una lágrima esquiva resbala por nuestras mejillas buscando escapar de la nada y de nuestros recuerdos mas intimos.
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