RECUERDOS DE VERANO. (MICRORELATOS CON SABOR A SAL).

 


A lo lejos se entreveía entre la bruma de la tarde un pequeño cerro polvoriento dorado por el sol que se ensañaba con su altanería al elevarse sobre el páramo.

Aquí y allá mal colocadas alguna vieja encina polvorienta de hojas arrugadas, alcornoques centenarios, algún que otro triste olivo retorcido sobre la tierra torturada y polvorienta y los típicos algarrobos de vainas resecas y duras, que preñaban la tierra reseca entre las que vagaban rumiando la hierba seca alguna que otra cabra enflaquecida y de pobre aspecto.

De este lado junto al cortado de piedra del barranco construida en un escorzo formidable entre las chumberas de higos chumbos de finas espinas que volaban por arte de birlí birlo que hasta tus manos, nuestra casa de verano se desparramaba sobre el verde del césped que regábamos al caer la tarde y la piscina, más bien alberca en la que aprendimos a bucear porque para nadar no daba ni el ancho ni el largo.

Por las noches los grillos disputaban su espacio musical a las ranas de lomo verde y piel rugosa que nos acompañaban en nuestra terraza durante la cena presidida por el sempiterno televisor en blanco y negro que justificaba nuestro silencio, el de mi madre y nosotros; los niños. Mi padre no vendría hasta el fin de semana, siempre se quedaba solo en casa, trabajando de "Rodríguez", como se decía entonces.

Recuerdo a mi hermano mayor como capitán del equipo de una legión de mocosos desarrapados y sucios de polvo y mocos, jugando a dispararle a cualquier bicho viviente que se pusiera a tiro de la mirilla de su escopetilla de plomos; gorriones, vencejos, salamanquesas y lagartijas o ranas, dando ordenes escondidos en el juego y siempre corriendo, porque teníamos prisa, mucha prisa por hacer mil cosas , siempre con la sensación de que se nos acababa la infancia y el tiempo de descanso antes de regresar a la monotonía del cole, el encerado negro, los dedos manchados  de tiza, los cuadernos de escritura de Rubio, y la cartilla de notas, con algún que otro rojo de suspenso no deseado.

Aquí sigue el desafío de Ignacio, y mi hermano que se siente retado y no elude el reto.

-Quita el dedo del cañón de mi escopeta que disparo. ¡

Y el otro desafiante que no lo quita y gallito, pensando tal vez en su inconsciencia que no será capaz, que lo mira y le espeta:

-A que no disparas ¡No te atreves, no tienes agallas. ¡

Y de repente el sonido del disparo que rompe la pesadez del calor pegajoso de la tarde, el plomillo en el dedo y la sangre escandalosa que sale a borbotones y mancha camiseta, y ropa del valiente que corre llorando hacia su casa con el dedo en alto.

Sé que aquel incidente tuvo consecuencias para nosotros, varios días de castigo sin salir de casa, y la escopetilla de plomos de mi hermano bajo llave en el fondo del armario de la habitación de mi padre. Pero como todo en la vida pasa, y tiene un principio y un final nuevo, o casi, volvimos a nuestros juegos, y a buscar piedras raras y a jugar al escondite y a policías y ladrones, y a correr como locos y a la panda de los mayores de la que nos apartaban a los más pequeños que íbamos detrás de ellos como perritos falderos.

Me asalta en este instante aquel recuerdo de un día cogiendo higos chumbos con cuidado. Una vara larga, una caña de bambú seco y larga con la que golpeábamos los higos chumbos que caían de las orejonas de la chumbera, mientras los revolcábamos en la tierra polvorienta para que perdieran la espinas, antes de tocarlos y recogerlos, porque aquellas espinas eran como certeros dardos que silenciosos y traicioneros te acribillaban el cuerpo, sin que te dieras cuenta, y después no había quien las quitara, salvo la paciencia de una madre y unas pinzas, los polvos de talco y el vinagre.

En un visto y no visto mi hermano pequeño, que da un mal paso y en un escorzo tonto de un traspiés va a caer en el medio de la chumbera, y otra vez el consabido remedio casero, el llanto del niño, los gritos de los adultos, la mano de mi madre dando guantazos, y de nuevo castigados, mientras el niño era más aceite y polvos de talco que piel hasta que no quedó ni una espina que quitarle.


Recuerdo mi sarampión, y yo en cama enfermo. La fiebre alta, el frío intermitente y el sudor en que me consumía, el sabor agrio, amargo de las medicinas, la idea que no sé de donde pude sacar de que se iba a acabar el mundo, seguramente conversaciones de adultos mal entendidas, cháchara vana de aquellas mujeres, las "chachas", que ayudaban a mi madre en su trasiego  de ropa, casa y comida y cinco niños pequeños, durante nuestras vacaciones de verano en el campo.

Y me recuerdo corriendo, siempre corriendo, porque lo que quería era volar, ganarle al viento una carrera, perderme entre las amapolas entre el centeno de los campos con una prisa de juego, porque todo se reducía a eso, jugar a que vivíamos.

Y veo gente, no se quienes son, ya no los identifico ni recuerdo, pero tengo la absurda sensación de que en mi casa siempre había visitas, tal vez mas de cumplido y protocolo que de familia; mis tíos, los primos, los caseros, los vecinos de las casas de al lado.

Y recupero aquellos fines de semana de paella o pollo asado, y jugar en el campo, al futbol; mi padre de portero. A peseta el gol y a ver quién gana entre mi hermano y Yo.

Recuerdos perdidos, imágenes borradas, fantasías, nostalgias y sueños de aquel niño que ha crecido, jugando a la alegría.

Angel Utrera.      


       

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