RECUERDOS DE SEMANA SANTA.

Hoy en día la gente aprovecha cualquier día de asueto para embarcarse rumba a la playa o la montaña que como todo ya se sabe que los gustos van por barrios y sobre ellos no hay nada escrito. Programamos los dos, tres días libres que coinciden con las vacaciones de Navidad de nuestros hijos, para emprender carretera y manta, parada y fondo obligada en casa de nuestros padres, los que aún tienen la suerte inmensa de poder disfrutar de ellos, hermanos, en fin, ya saben, reuniones de familia que se sabe cómo se empieza, pero nunca como pueden acabar. Tampoco es moco de pavo los días, sobre todo si cuadra uno de esos puentes, o acueductos como el de Segovia, que de cuando en vez nos toca en gracia, y aprovechamos la semana santa para hacer alguna que otra escapadita en plan relax, previamente haber llegado a nuestro destino en santa procesión de carretera, y con la seguridad de que el regreso aún será peor si no le hacemos caso nuestro benefactores de la DGT, y regresamos un par de días antes de que terminen los días de asueto y molicie, bien merecidos por cierto, en los que tu descansas tomando el sol con una fría cerveza de marca en una tumbona de playa, mientras la parienta no pierde de vista ni quita ojos a tus hijos, que son el demonio en persona.
Pero esto que ahora encontramos tan normal, y que se ha convertido en el santo y seña de nuestra moderna sociedad de consumo, en la que impera el Culo veo, culo quiero, o lo que es lo mismo; ¿Donde va Vicente? Donde va la gente, en los lejanos tiempos de mi infancia era impensable. Yo todavía recuerdo con el corazón en un puño que previo a la semana santa en nuestro colegio, por supuesto de curas de sotana y alza cuellos, santa religiosidad, confesión y comunión obligatoria, la semana anterior teníamos un parón más que justificado en las clases de un curso normal, para padecer los famosos Ejercicios espirituales. Días de charlas, sin fin, sobre el pecado, la salvación, las penas del purgatorio o lo que es peor la condenación eterna entre demonios que nos pincharían, y el fuego eterno del infierno. Días de andar con la cabeza baja, de santo rosario, de misal y lecturas piadosas, de vidas ejemplares de Santo Domingo Savio, y San Juan Bosco que terminaban con la preparación a una buena confesión, por supuesto empezaba con el consabido:
-Cuando fue la última vez que te confesaste? Padre me confieso que he pecado contra la castidad. -Cuantas veces, te has tocado, ¿o algo más? Y sigue, y dale. Y al final tres Padre nuestros y un ave María, y todo perdonado, en un acto de contrición inexplicable pero que limpiaba tu corazón y el espíritu de tus maldades inconcebibles, y ala, a comulgar como niño bueno y santo. Ni correr, ni jugar a la pelota, ni reírse, ni siquiera hablar con los colegas. Los ejercicios espirituales, eran un calvario completo de sé a paz, que había que sufrir para prepararse a la semana de pasión, en la que de vacaciones ni de na. Ni con la televisión podías evadirte, porque todo giraba alrededor de la misma idea, la pasión muerte y resurrección de Cristo, y por supuesto las pocas películas que te ponían, era; La historia más grande jamás contada. O Espartaco, o los Diez Mandamientos, y semejantes.
Yo recuerdo como si fuera ayer, algún viaje con mis padres y hermanos a Málaga, y aquellas procesiones interminables. Horas de esperas y horas de suplicio viendo pasar nazarenos, mujeres con mantilla cubriéndoles la cabeza y negro hasta los zapatos, portando un cirio encendido. Los penitentes descalzos, algunos con la espalda al descubierto para sufrir mejor los latigazos de su condena y redención. Aquella tradición tan esperada de liberar un preso. El paso acompasado mientras se mece el trono de un a otro lado. La campana de los avisos. Un toque preparado, dos toques arriba trono, y tres para iniciar la marcha los costaleros cargando orgullosos, sudorosos y cansados aquellos pasos del Nazareno, o del cristo de la buena muerte, o de la Jesús el Rico o la Esperanza, la Zamarrilla o la Misericordia. Los legionarios de pecho descubierto y aquella cabra tan pintiparada. Las palmas de la procesión de la borriquita. Las trompetas, los timbales, los tambores y el silencio absoluto que de cuando en cuando se rompía con una saeta cantada con dolor desgarrado y fervor inigualable desde el balcón de alguna casa.
Y las flores, y las luces, y los oros y las platas de aquellos tronos impresionantes, Cristo crucificado, cristo muerto, la dolorosa, la virgen de los desamparados. En fin que se yo para no cansaros, pongo fin a mis recuerdos, todo un montón de imágenes grabadas a fuego e inolvidables, de sabores y olores, de sonidos en pasos acompasados y desfile de militar solemnidad y yo allí sentado en una de esas sillas de tijera, de madera que se alquilaban para ver las procesiones y los pasos y los tronos en primera fila, dormido como un bendito a las tantas de la noche, mientras la gente a nuestro alrededor rezaba, choraba de emoción, aplaudía al paso de los tronos, mientras gritaba a la virgen; Guapa, guapa, guapa, y redoble de tambores y cornetas rompían el duelo de la noche negra, en la alameda, y la procesión seguía por la Calle Larios. Aquellos eran otros tiempos, y yo era tan solo un niño. Angel Utrera

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