ESTAMPAS DE MALAGA CON SABOR A SAL. (MICRORELATOS).

En el verano de 1968, como era costumbre en mi casa, nosotros niños veraneábamos en Málaga, en la costa en tanto mi padre se quedaba en Granada trabajando con escapadas de fines de semana, hasta que cogía sus vacaciones reglamentarias en el mes de agosto. Un para de meses antes en Francia los estudiantes y universitarios habían puesto en jaque y llevado al límite al sistema político de la República, con sus barricadas en el barrio Latino y por toda la ciudad. Llama de libertad que prendió en otros lugares del mundo, aunque para nosotros aquí y entonces, todo resultara desconocido y silenciado por la prensa a las ordenes del glorioso movimiento nacional y el franquismo. Aquel año iba a ser un poco más tarde el de mi décimo segundo cumpleaños, tal vez el momento preciso, según mis recuerdos en que dejaba atrás para siempre mi infancia y tomaba conciencia de lo que en adelante iba a ser la vida, primero como adolescente y algo más adelante como adulto con las responsabilidades, fracasos y amarguras que ello representa en la vida de todos sin remedio, porque la felicidad absoluta no existe, es un mito inalcanzable, como los viajes de Ulises en su búsqueda de esa Ítaca que todos añoramos y por la que desde luego Yo tendría que afrontar tempestades de las que en aquel entonces no tenía ni idea, y mucho menos podía imaginar.
Recuerdo aquellos días como de un intenso y pegajoso calor, preñado de incomodidades y sudores que el viento del Sahara al chocar contra las montañas de la serranía Malagueña, descarga sobre la costa, el temido “Terrá”, asfixiante irremediablemente, y contra el que solo valen, botijos de agua fresca, abanicos y la sombra, y dormir si se puede en las noches de aromas de jazmines y biznagas, arrullados por el croar de las ranas y el cric cric de los grillos, sin más ropa que los calzoncillos, en aquel entonces blancos y de media pierna con apertura en el medio para lo que ya sabemos.
Aquellos eran días de vacaciones, piscina y playa, juegos y pandilla de amigos ocasionales que al terminar el verano pasaban a ser historia y nunca más. Tiempo de descubrir cosas, experimentar sensaciones y coquetear con el riesgo investigándolo todo llevados por la curiosidad más allá de la prudencia y de lo prohibido, y del pecado y desde luego en aquellos juegos prohibidos estaba el descubrirnos en primer lugar a nosotros mismos y nuestro cuerpo, y en un segundo paso el de aquellos seres enigmáticos y misteriosos de cuerpo de ola, en el que se insinuaban unos pechos jóvenes y duros, tan desconocidos para nosotros como todo lo demás. 1968 fue el año, y aquellas vacaciones de calor y moscas entre higos chumbos y carreras por el monte donde las encinas y algarrobos crecían libremente para sustento de cabras y ovejas por detrás de nuestra casa.
No recuerdo muy bien como fue aquel despertar y muchos menos aquella mi primera novia. Guardo eso si una borrosa imagen de una niña de apenas once años, con coletas, en pantalón corto y sujetador del biquini de tela que insinuaban lo que con los años serían unos pechos de mujer tan deseados como ya lo eran para mí en aquel entonces a pesar de los pesares. Si que recuerdo la vergüenza, el temor, el miedo, el pánico en aquel primer beso con el que sellamos nuestro noviazgo, sabor a sal y a descubrimiento mientras entrelazábamos nuestras manos, y todo gracias a una lagartija de la que se asustó ella mientras caminábamos entre las chumberas y que hizo que se protegiera entre mis brazos. Nos miramos un instante y entonces acercó sus labios a los míos y apenas nos rozamos. ¿Quieres ser mi novia? Le dije. Ella no respondió, pero entrelazó los dedos de su mano con los míos, y seguimos caminando entre piedras y polvo, así cogidos con el rubor de la experiencia asomando en nuestras mejillas.
La curiosidad mueve al mundo y lleva al progreso desde que el hombre se levantó sobre la hierba de la sabana africana para otear el horizonte, pero desde que el mundo es mundo explorar y aprender de lo desconocido ha sido y es inevitable. Como inevitable a pesar del pecado, y el miedo a la condenación eterna en los fuegos del infierno, que predicaban los curas de mi colegio, y no digamos las monjas encargadas de la enseñanza de las niñas, inevitable era, repito, que un día cruzáramos la línea y quisiéramos llegar y ver algo más que un beso y unas manos cogidas. Una tarde después de un baño y otro, con nuestros cuerpos mojados y la piel dorada ya por el paso del verano, nos fuimos apartando de los demás, casi sin darnos cuenta ni ponernos de acuerdo, la cosa surgió naturalmente porque alguna vez tenía que ser. El caso es que caminando por la arena llegamos a una cala rodeada de rocas en la que nos escondimos.
La verdad es que no sé cómo reuní el valor suficiente para decirle que se quitara la parte de arriba del bañador y me enseñara sus pechos, pensé que se negaría y se enfadaría conmigo, pero la sorpresa fue que me miró con descaro y mientras jugaba con la hebilla del biquini en su espalda me dijo. -Te las enseño, pero tú me enseñas lo tuyo después a cambio. Fue mi primer recuerdo de unos senos de mujer, la primera imagen de unos pequeños apenas unos botones con un pezón oscuro desafiante, que me parecieron hermosos y mucho más y que a pesar de los pesares no pude tocar. -Ahora tu. Me dijo ella, cruzando los brazos para tapar su desnudez. Me puse de pie y de un tirón sin pensarlo y muerto de vergúenza me bajé el bañador quedando a la altura de su cara mi sexo. -Es bastante feo y pequeño, así tan arrugado. Yo me lo imaginaba diferente, otra cosa. Fue su respuesta. Se levantó de la arena mientras abrochaba el sujetador de su biquini y volvimos con los demás como si tan cosa.
El verano siguió, los días fueron pasando uno tras otro entre olas y caracolas, ella se marchó con su familia de vuelta y aquel noviazgo y aquella primera vez se rompieron para siempre y nunca más volvimos a vernos, pero jamás he podido olvidar aquel momento mágico, nuestra curiosidad, mi admiración por el cuerpo de la mujer y la decepción en los ojos de aquella niña al ver mi sexo del que nada sabía, y supongo imaginaba de otra forma, seguramente el tiempo y la vida acabaron por enseñarle con la dureza de la realidad lo que en aquel verano tan solo fue un juego sin maldad. Angel Utrera

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