LOS OJOS DE MI MADRE.

Los ojos de mi madre no necesitaban palabras para hablar. En ocasiones el mensaje era inquietantemente claro; ordenes, amenazas, advertencias directas que no admitían matices, excusas, ni demoras en su estricto cumplimiento. Los ojos de mi madre no eran verdes, tampoco eran azules. Eran oscuros como el fondo de un pozo. Negros como esos agujeros de anti materia del espacio que te atrae y atrapa y en los que te hundes para siempre jamás.
Quedabas atrapado en el brillo de sus pupilas palpitantes y enredado en descifrarlos si eras capaz de sostenerle la mirada, pero jamás desafiarlos. Los ojos de mi madre lloraban siempre hacia afuera y miraban hacia adentro en seco, mientras sus manos se comprometían en extorsionar nuestro sentido de culpabilidad y remordimientos por provocar su sufrimiento, hasta rendirnos y dejar que consiguiera lo que pretendía saliéndose con la suya impunemente, sin aspavientos en la victoria de madre.
Solamente en una ocasión los sorprendí húmedos de lágrimas, cuando le comunicaron la muerte de mi abuela, su madre, de la que había heredado aquellos ojos preñados de tierna dureza, de mirada sostenible y perturbadora fiereza, que te hacía dudar si se estaban riendo tan vez, de la nada intensamente dolorosa, mientras olvidan, pero no perdonan. Sé que los ojos de mi madre, un día hace tiempo se apagaron para siempre, no estoy loco y sin embargo los sigo viendo y sé que me siguen vigilando y controlando lo que hago, lo que digo, hasta lo que pienso, como la luz intermitente de una luciérnaga en la noche cálida de un verano cualquiera.
Porque los ojos de mi madre, eran mágicos ojos de gata, ojos de ágata vigilantes, ojos de madre a la que nada escapa, ni tan siquiera lo que no se hace, lo que no se dice, lo que no se siente ni piensa, porque los ojos de mi madre eran eso; Ojos de madre.

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