CINES DE VERANO.
De entre mis recuerdos más queridos, ya casi olvidados rescato este de aquellos entrañables “cines de verano”., en los que se proyectaba sobre una pantalla, a decir verdad, una sábana o lienzo blanco de buen tamaño que se movía al compás de la brisa de la noche que nos aliviaba del rigor del calor abrasador del día, en los pueblos de veraneo de la costa Malagueña, de aquello década de los setenta del siglo pasado.
Normalmente las películas, casi siempre de aventuras, piratas o indios y vaqueros, para todos los públicos las que en sesión vespertina asistíamos los más pequeños de la casa, se proyectaban en las plazas de toros, o un recinto cerrado, al que la gente accedía pagando su entrada, llevando su propia silla que colocaba frente a la pantalla siguiendo riguroso orden de llegada.
Era usual un par de cortes, cuando no alguno más, porque la cinta se soltaba del rollo del proyector, además de la necesaria parada, el intermedio en el que el proyectista cambiaba el rollo terminado, para continuar con la película. Intermedio que se aprovechaba para ir al ambigú, por un cucurucho de altramuces, o de pipas, y una Mirinda de naranja, o gaseosa, los niños, en tanto nuestros padres aprovechaban para fumar un cigarrillo, los hombres haciendo corrillo, y las mujeres por otro lado comentar sus cosas, que era lo normal.
En aquellos tiempos el lema explicito como es sabido era: Los niños con los niños, y las niñas con las niñas, ni más ni menos.
Tampoco resultaba extraño, algún que otro chaparrón de verano, que apenas provocaba una leve estampida del público buscando cobijo, pero sin dejar de seguir la trama de la película, que no se interrumpía.
Lo que, si era común que ocurriera, eran los cortes de sonido, en mitad de una escena, casi siempre en lo más interesante. La escena continuaba en modo off, de cine mudo entre las protestas y pitidos del público que se revolvía contra la cabina de proyección, aunque nunca llegaba la sangre al río, y al volver la normalidad, todos tan contentos.
En aquellos cines de verano, como por supuesto en los de barrio, de sesión doble por doce pesetas aprendíamos a soñar, gracias a esa formidable fábrica de mentiras y sueños que era el cine, capaz de crear héroes con pies de barro que convertían en posible lo imposible, conquistaban imperios, siempre salvaban in extremis a la chica en peligro, y con el The End, todos marchábamos a casa felices y dichosos, convencidos de que todo era tan posible para nosotros con todo el futuro por delante, como lo había sido para aquellos héroes de la pantalla.
Lástima despertarnos un día de golpe y comprender que nada de aquello era verdadero, que los decorados eran de cartón piedra, los indios pintados, los piratas de pata de palo y parche en el ojo, no eran tan malos, y que en definitiva los sueños, sueños son.
Angel Utrera.
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