LA ESTATUA.




En medio de nuestra plaza teníamos una estatua silenciada y silenciosa, olvidada e ignorada por todos  y sucia de miedos y triunfos pasados de odios y muertos que conmemoraba algo, aunque  ya nadie recordaba bien que.


Era la estatua de un fiero caballero  con armadura de acero y cabeza de escayola blanca rematada en una corona de Laurel de los Cesares, y en su mano diestra una espada amenazadora.








La cabeza de escayola había sido un apaño transitorio, que consolidó la desidia y el tiempo sin que nadie pusiera remedio, a la desaparición consumada y olvidada de la cabeza original, un día frio de invierno, tal vez una venganza inútil como tantas otras, un desahogo pasajero o simplemente una gamberrada de mozos alegres pasados, en una noche de juerga y desenfreno.
Sobre los hombros de aquel caballero guerrero de aspecto fiero y tenebroso se posaban las palomas del parque, con su traje nuevo de  plumas blancas de vuelo y su andar suave picoteando el suelo de adoquines y barro, dejando sus excrementos como denuncia, a lo mejor como reclamo, o tal vez denuncia y manifiesto por la paz contra la guerra cruel y los guerreros, la intransigencia y el odio, sobre las hombreras y medallas de la guerrera de bronce de aquella estatua de militar a caballo.
Quién sabe.

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